Tratando de redefinir el concepto de progreso

Es necesario hacer pedagogía social sobre el tema del bienestar integral, que más allá de un determinado umbral no es tanto una cuestión de cantidad sino de calidad, no tanto material como espiritual, y no tanto del cuerpo como del alma. Hemos progresado mucho en el campo de la tecnología, pero poco o nada en sabiduría; estamos llamando “sociedades del bienestar” a lo que es una hipoteca permanente de la vida, una angustia continua, una competitividad cruel que excluye al otro, un constante ir de culo, una inseguridad permanente, una sociedad desconfiada y llena de miedos, un maremagno de soledades y fracasos.

Hablamos de bienestar pero no sabemos en verdad lo que es, ni tenemos tiempo para darle contenido; el sistema no nos lo permite.

Hemos perdido el sentido de qué es el bien vivir. Estamos en una especie de callejón sin salida, creyendo que progresamos mientras retrocedemos camino de nada. Hemos creado una sociedad antropofágica y energívora, que se devora así misma. Vivimos encima de un polvorín, y seguimos jugando con el fuego.

Para resolver un problema la primera condición es tener conciencia de que el problema existe. Hoy, las sociedades del bienestar padecen una profunda crisis de identidad, y un desprecio hacia la dimensión espiritual del ser humano; lo demás es una simple consecuencia de esa torpe realidad.

El modelo por el que se ha regido el llamado progreso ha sido y es aún esencialmente material; ya ha dado de sí lo que podía dar, pero lejos de detenernos en su momento nos hemos sobrepasado, hemos ido demasiado lejos sin saber a dónde, en una alocada huida hacia adelante.

Nuestras instituciones medioambientales, lejos de ser los guardianes de esos valores, los mediadores y gestores de intereses contrapuestos, son el zorro cuidando el gallinero, los atilas modernos.

Los poderes financieros, y los gobiernos con ellos, lo reducen todo a una crisis económica, pero no es así; es una crisis de ausencia del sentido de lo humano, una crisis de credibilidad, de falta de equidad y de un uso perverso de la tecnología al servicio de la manipulación del ser humano guiada por la codicia; es decir, por algo que no tiene límite de satisfacción posible. Es una crisis de escala planetaria, cuya superación exige una puesta de acuerdo previo entre todos los gobiernos y una revisión profunda de la situación, cosa harto difícil.

Nadie nos va a resolver el problema desde arriba. Necesitamos hacer no tanto una revolución como una transformación desde abajo, tal y como predicaba Ghandi, cada cual desde su vida, a través de sus pequeños actos y gestos cotidianos, para así crear una sociedad nueva de la que pueda emerger un ser humano nuevo. Y viceversa, un ser humano nuevo del que pueda emerger una sociedad nueva. Así de sencillo, y de complejo.

Lo que pasa es que en esa dinámica de la rectificación, de la idea de un mundo sostenible, andamos todos esquizofrénicos perdidos, predicando una cosa y haciendo otra, desde los poderes económicos, mediáticos y de gobierno, hasta cada cual en el ejercicio de su propia vida, metidos en una especie de sálvese quien pueda. No hay ilusiones colectivas ni credibilidad en nadie, sean gobiernos, partidos políticos, sistema financiero, instituciones, etc. Y sin embargo, no hay que dejar de denunciar la codicia patológica de dinero y de poder, y por el chalaneo político disfrazado siempre de progreso, de falso respeto al medio ambiente y de una más falsa democracia.

Hemos perdido el enorme valor casi olvidado de las pequeñas cosas, de los sentimientos, el respeto, la delicadeza y la fuerza del encuentro con la naturaleza.

La solución, por ejemplo, a nuestros variados y complejos problemas del agua no está en el saber hidrológico sino en la sabiduría humana. Y la sabiduría pasa por el corazón. Pero de eso, ni la ciencia, ni políticos ni el sistema financiero saben nada, ni quieren saber.

Lo que realmente debe importarnos de verdad, más que la destrucción de la naturaleza, de los bosques o de los ríos, es la encrucijada que encadena al ser humano, atrapado hoy en esa idea perversa de un progreso, en una especie de talismán que todo lo justifica. Es un progreso que precisa de la estupidización y uniformización previa de los ciudadanos, de su pensamiento y de sus gustos, castrándolos día a día desde los medios, prisioneros de un lenguaje orwelliano que piense por ellos.

¿Por qué la gente en vacaciones va a aglomerarse a los sitios de moda? ¿Qué es lo que buscan allí? Nada, su propia vacuidad. La masificación es la expresión de nuestro miedo psicológico a la libertad que analizó hace décadas Eric From.

Hoy ya no es necesario preguntarse el porqué de las cosas, basta con decir que se hacen en el nombre del progreso o porque están de moda. Tan es así que quien se opone a esa marcha, automáticamente es acusado de estar contra el progreso o fuera de los tiempos. En ese contexto los fluvioencuentros son pequeños bálsamos que nos ayudan no sólo a sentirnos mejor sino también a tomar conciencia de esa realidad, de la profunda crisis cultural en la que estamos inmersos.

No saldremos de esta trampa colectiva sino empezamos a cambiar a escala personal y grupal.

Texto extraído y adaptado del documento de Javier Martínez Gil titulado "El día después de la fluviofelicidad". Fotos: Fundación Tierra.

 

Modificado
09/02/2017

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