La historia de las cosas

Por qué el crecimiento económico continuo es inviable. La estadounidense Annie Leonard amplía la información de su exitoso vídeo La historia de las cosas. Ofrecemos un extracto del libro de esta obra imprescindible para entender el extravío de una economía basada en el crecimiento imparable y el consumo sin fin.

El crecimiento económico es estúpido
En líneas generales, el concepto de crecimiento económico se refiere a un incremento en la actividad económica total (comercio, servicios, producción, consumo: todo), que también implica un incremento en la cantidad de recursos naturales que se extraen del suelo, atraviesan la economía, se transforman en productos y regresan al suelo en forma de desechos. Dicho con sencillez, significa más. Más cosas. Más dinero. Tal como suena, crecer significa volverse más grande.

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Título original:The Story of Stuff
Autora: Annie Leonard
Editorial: Fondo de  Cultura Económica
Colección: Tezontlen
Páginas: 392 pp
Año de publicación: 2010.

Ahora bien, el crecimiento económico debería ser un medio de valor neutral para alcanzar las metas reales: satisfacer las necesidades básicas de todos y crear comunidades más sanas, una mayor igualdad, energía más limpia, una infraestructura más sólida, culturas más vibrantes, etc. Durante mucho tiempo, el crecimiento contribuyó a esas metas fundamentales, aunque es importante recordar que a menudo requirió la explotación de unas personas por otras. Hace un siglo, cuando aún había vastas franjas de campo abierto, el modelo de crecimiento trajo caminos, casas, calefacción central y panzas llenas. Y así es la situación actual en gran parte del mundo. De hecho, tenemos suficientes cosas para satisfacer las necesidades básicas de todos los habitantes del planeta; el problema es que no están bien distribuidas. No nos faltan cosas: lo que nos falta es compartirlas.

Gran parte del problema que enfrentamos hoy en día radica en el hecho de que el sistema económico dominante valora el crecimiento como meta en sí misma, por sobre todo lo demás. Por eso usamos el producto interno bruto –el PIB– como medida estándar del éxito. El PIB computa el valor de los bienes y servicios que se producen anualmente en un país, pero omite algunas facetas importantes de la realidad. Para comenzar, no da cuenta de la distribución desigual e injusta de la riqueza ni presta atención al nivel de salud, satisfacción o realización de las personas. Es por esta razón que un país puede experimentar un crecimiento continuo a un ritmo del 2% o el 3% sin que el ingreso de sus trabajadores se incremente en lo más mínimo durante el mismo período: la riqueza se atasca en un sector del sistema. (...)

Otro grave problema con el cálculo del PIB es que no se toman en cuenta los verdaderos costos ecológicos y sociales del crecimiento. Las industrias suelen tener permiso (...) para “externalizar los costos”, frase eufemística que los economistas usan para decir que las empresas que se ocupan de producir y vender cosas no responden por los efectos colaterales que causan –como la contaminación de aguas subterráneas, la exposición de comunidades a agentes carcinógenos o la polución del aire– y ni siquiera están obligadas a monitorearlos.

El desarreglo es mayúsculo: mientras que el PIB incluye en la cuenta positiva las actividades que causan polución y cáncer (como las fábricas de pesticidas o de cloruro de polivinilo) y también las que limpian la polución y tratan el cáncer (como la recuperación ambiental y los servicios médicos), no hace deducciones por los agentes contaminantes introducidos en el agua o en el aire ni por la pérdida de bosques. En su libro Deep Economy [Economía profunda], Bill McKibben da un ejemplo del mundo real que demuestra las falencias del PIB en la medición del éxito: en una región africana, el jacinto de agua –una planta que no era autóctona– obstruía las vías fluviales desde hacía años, problema que los herbicidas no solucionaban. Más tarde se descubrió que el jacinto seco era un material excelente para cultivar hongos altamente nutricios, y que cuando los hongos descomponían la celulosa de los jacintos se creaba un medio ideal para las lombrices de tierra. Al digerir esa materia, las lombrices generaban un fertilizante de alta calidad, y luego servían de alimento para las gallinas. Las gallinas ponían huevos, que a su vez servían de alimento para las personas, mientras que sus deposiciones podían usarse para alimentar biodigestores que producían energía, lo cual a su vez reducía la necesidad de talar bosques para conseguir leña en las ya deforestadas tierras de aquella región africana. Como esta solución implica una reducción de las transacciones monetarias –como la compra de fertilizante–, la medición del PIB en realidad indicaría una disminución del “crecimiento”. Sin embargo, cualquier observador que tenga ojos, cerebro y corazón verá con claridad que la solución basada en el ciclo del jacinto-hongo-lombriz-gallina es un auténtico progreso: saludable y sensato.

Para los poderes reales –los jefes de gobierno y la industria–, la meta indiscutida de nuestra economía es el incremento constante del PIB, es decir, lo que se conoce como “crecimiento”. El crecimiento como meta ha suplantado a las metas reales, las metas que el crecimiento supuestamente nos ayudaría a alcanzar. Y muchos hemos llegado a ver –algo que me propongo explicitar con claridad en este libro– que la estrategia de centrarse en el crecimiento por el crecimiento mismo suele socavar las metas reales. Una enorme cantidad de factores que hoy en día se consideran pasos en dirección del “crecimiento” –toneladas de bienes tóxicos de consumo, por ejemplo– mina el producto neto de nuestra seguridad, nuestra salud y nuestra felicidad. A pesar de que el crecimiento avanza y a pesar de todos nuestros adelantos tecnológicos, científicos y médicos, hoy en día hay más hambrientos que nunca, la mitad de la población mundial vive con menos de 2,50 dólares por día y la inequidad de los ingresos aumenta dentro de los países y entre países.

El éxito del film de animación de Annie Leonard ha facilitado la publicación de este excepcional libro que complementa el contenido del mismo.

La profunda e inquebrantable fe que nuestra sociedad deposita en el crecimiento económico se basa en el supuesto según el cual el crecimiento infinito es tan bueno como posible. Pero ninguno de estos dos predicados es verdadero. No podemos implementar un subsistema económico expansivo (sacar-fabricar-tirar) en un planeta de tamaño fijo por tiempo indefinido: en muchos frentes ya nos hemos acercado peligrosamente al límite de nuestro planeta finito. En consecuencia, el crecimiento económico infinito es imposible. Tampoco ha resultado ser, una vez satisfechas las necesidades humanas básicas, una estrategia para incrementar el bienestar humano. (...)

Bien. ¿Listos para lo que viene? Voy a decir lo siguiente: esta crítica del crecimiento económico es una crítica de muchos aspectos del capitalismo tal como funciona en el mundo actual. Ya está. Dije la palabrita: “capitalismo”. Es el sistema-económico-que-no-debe-nombrarse.

Al escribir el guión del vídeo The Story of Stuff [La historia de las cosas], me propuse describir lo que había visto durante los años en que me dediqué a recorrer “la ruta de la basura”, visitando fábricas y basurales, y aprendiendo cómo se fabrican, usan y desechan las cosas en todo el mundo. Cuando inicié aquel viaje no se me había pasado por la cabeza sentarme a pensar una manera de explicar los defectos del capitalismo. Lo que originariamente me proponía investigar no era la economía, sino la basura. En consecuencia, al principio me sorprendió que en algunas reseñas se describiera el vídeo como “una crítica ecológica del capitalismo” o como “anticapitalista”. ¿Era así? ¿Realmente? Entonces corrí a desempolvar mis viejos libros de economía para releer las características principales del capitalismo. Y me di cuenta de que esas reseñas habían dado en el clavo. Resulta que un análisis riguroso del modo en que fabricamos, usamos y desechamos las cosas revela algunos problemas bastante profundos causados por las principales funciones de un sistema económico llamado capitalismo. No hay vuelta que darle: el capitalismo, tal como funciona en la actualidad, no es sostenible. (...)

La historia de las cosas
Mis viajes me llevaron a comprender que el problema de la basura se vincula a la economía de los materiales en todos sus aspectos: la extracción de recursos naturales, como la minería y la tala de árboles; los laboratorios químicos y las fábricas donde se conciben, diseñan y producen las cosas; los depósitos internacionales hacia donde las cosas se transportan en barco y en camión para ser marcadas luego con precios imposiblemente bajos; los ingeniosos anuncios publicitarios creados con la ayuda de psicólogos para cautivar a los consumidores. Aprendí mucho sobre instituciones financieras y comerciales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio (OMC); corporaciones como Chevron, Wal-Mart y Amazon; las tribus indígenas que protegen las selvas tropicales de Ecuador; las costureras que hacen camisones de Disney en Haití; la lucha de los ogoni contra la Shell en Nigeria; las comunidades que habitan en el Corredor del Cáncer de Louisiana y los trabajadores algodoneros de Uzbekistán. ¡Y todos estos procesos, instituciones y comunidades resultaron formar parte de la misma historia! El economista ambiental Jeffrey Morris me dijo lo siguiente cuando le pregunté por los verdaderos costos de mi computadora portátil: “Toma una pieza al azar y rastrea sus verdaderos orígenes, y verás que la fabricación de cualquier cosa necesita de la economía entera”.

Mientras trataba de armar la trayectoria completa de este sistema disfuncional, descubrí una serie de grupos distintos que abordan las mismas cuestiones desde ángulos múltiples y muy diversos. Hay “nerds” extremadamente serios en diversos campos de la ciencia, la economía y las estrategias políticas, armados de estadísticas y datos fácticos ciertos pero aterradores, que por desgracia suelen inspirar sentimientos de pánico y desesperación: lejos de motivar a sus interlocutores a ponerse en acción, los llevan a cerrar ojos y oídos. También hay predicadores estridentes que agitan el dedo índice ante los malos consumidores confiando en que la culpa provocará un cambio masivo en el consumo de los recursos, pero rara vez obtienen mucho éxito. Hay quienes se entregan voluntariamente a una vida simple, desconectándose de la cultura comercial, trabajando menos y comprando menos. Si bien encuentran la manera de vivir apartados del modelo “sacar-fabricar-tirar”, en general son incapaces de generar una adhesión cultural que trascienda los límites de su comunidad. En consonancia con los que creen que la salvación está en los avances tecnológicos, hay quienes practican el consumo consciente, creyendo que si promovemos un mercado suficiente de productos y procesos más ecológicos, si compramos esto en lugar de aquello, todo irá bien. (Son los que formulan la pregunta inevitable al final de mis presentaciones: “Entonces, ¿qué debería comprar?”.) También están los diseñadores ecológicos, que trabajan para brindarnos productos y hogares más seguros en el plano de las ideas. Y por supuesto, están los activistas y los militantes que insisten en la cuestión de las elecciones correctas, como lo hice yo durante muchos años.

Por mi parte, me propuse buscar la manera de hablar sobre la economía de los materiales y su paradigma subyacente inspirándome en lo mejor de cada uno de los abordajes existentes y alentando a adoptar una perspectiva sistémica más amplia, pero sin empantanarme en la jerga técnica, la culpa o la desesperación. Mi objetivo con este libro (y con el vídeo que lo antecede) consiste en desentrañar la historia de las cosas –el flujo de los materiales a través de la economía– para exponerla de la manera más simple posible.

ANNIE LEONARD

 

 

Canviat
09/02/2017

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